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La Fuerza y La Opinión

(Force and Opinion)

By Noam Chomsky.

En su estudio sobre la tradición intelectual escocesa, George Davie define su tema central como el reconocimiento de la función fundamental de las "creencias naturales o principios del sentido común, tales como la certeza de la existencia de un mundo externo e independiente, la causalidad, unos criterios universales, o la naturaleza de la consciencia como entidad libre e independiente del resto del organismo." Estos principios, a menudo considerados de carácter regulativo, aunque no siempre de modo plenamente justificado, constituyen la base fundamental del razonamiento. Algunos apreciaron en estos principios "un irreductible componente de misterio," señala Davie, mientras otros pretendieron hallar un principio de racionalidad en ellos. La cuestión se halla aún pendiente de resolución.

Hallamos exponentes de dichos conceptos en los pensadores del siglo XVII, quienes, ante la crisis de escepticismo del momento, reaccionarían mediante el reconocimiento expreso de la inexistencia de principios absolutos del conocimiento, si bien asumiendo que disponemos de los medios para labrarnos un conocimiento fidedigno del mundo, desarrollarlo, y, disponer de él -- fundamentalmente, la filosofía del actual científico en activo. Asimismo, en la vida cotidiana, todo ser racional se basa en la intuición natural del sentido común, teniendo siempre presente la posibilidad de que ésta pueda adolecer de primitiva o desacertada, siendo, por tanto, susceptible de futuro perfeccionamiento o modificación conforme evolucione el conocimiento.

Davie reconoce a David Hume la aportación de éste particular enfoque a la filosofía escocesa y, en general, el haber mostrado las cuestiones a elucidar. Uno de los argumentos planteados por Hume guarda hoy particular vigencia. Al considerar los Principios Fundamentales del Gobierno, Hume no halló "nada más desconcertante" que "la pasmosa facilidad con que la mayoría es capaz de someterse al gobierno de una minoría; o la tácita sumisión con la que el individuo es capaz de relegar sus propios sentimientos y pasiones ante las de sus gobernantes. Puestos a indagar en los medios mediante los cuales obra tal milagro, hallamos que, puesto que la fuerza en origen parte del gobernado, al gobernante no le queda más remedio que apoyarse en la opinión. "Luego, es en la opinión exclusivamente donde se fundamenta el gobierno; y esta máxima es aplicable tanto a la mayoría de las dictaduras militares y gobiernos despóticos como a las formas de gobierno más libres y populares."

Hume fue un avezado observador y su paradoja del gobierno viene perfectamente al caso. En ella explica con agudeza el motivo de la dedicación de las elites al arte del adoctrinamiento y el control del pensamiento, tema de trascendental importancia comúnmente relegado en la historia contemporánea. "Al público hay que ponerlo en su lugar," escribía Walter Lippmann, si queremos " vernos libres del engorro y la algarabía de la desaforada multitud," cuya única "función" será la de "espectador interesado en la acción," que no partícipe. Y, si el estado se revela incapaz de contener a las masas y éstas logran hacerse eco, será de vital importancia asegurarse de que digan lo correcto, según vienen promulgando ciertas eminencias intelectuales desde antaño.

La observación de Hume presenta algunas interrogantes. Uno de los puntos cuestionables es la noción de que la fuerza resida siempre en el tutelado. La realidad es bastante más cruda. Gran parte de la historia de la humanidad demuestra, de hecho, el argumento contrario, planteado un siglo atrás por aquellos que abogaban por un Parlamento en lugar de una Monarquía, aunque, a fin de cuentas, excluyendo un gobierno popular: "el poder de la Espada será, como siempre lo fuera, la Base de Toda Credencial de Gobierno." El poder dispone, también, de medios más sutiles que abarcan todo un espectro de sucedáneos de la violencia manifiesta, por mucho que se empeñe en obviar. Por lo demás, su paradoja resulta irrefutable. Incluso los regímenes más despóticos se basan en un cierto grado de conformidad, y la abdicación de derechos lleva el sello distintivo de las sociedades mas libres -- hecho que invita al análisis.

El Lado Más Amargo

El lado más amargo de la realidad lo ilustra la suerte que han corrido los movimientos populares durante esta última década. En los países-satélite de la Unión Soviética, sus dirigentes han gobernado valiéndose de la fuerza, no de la opinión. Una vez despojados de esa fuerza, las frágiles tiranías han colapsado rápidamente, en la mayoría de los casos, sin demasiado derramamiento de sangre. Estos extraordinarios logros han provocado cierta euforia entorno al poder del "amor, la tolerancia, la no-violencia, el espíritu humano y el perdón," tal y como Vaclav Havel interpretara el fracaso de la policía y el ejército a la hora de contener el levantamiento checo. La idea resulta reconfortante, aunque ilusoria, como se podrá comprobar con un somero repaso a los anales de la historia. El factor primordial no es alguna flamante forma de amor o la no-violencia; apenas se dio avance alguno en ese campo. Fue mas bien la retirada de las fuerzas soviéticas y el desmoronamiento de la estructura de coerción que en ellas se sustentaba. Los que mantengan lo contrario, no tienen más que remitirse al fantasma del Arzobispo Romero y tantos otros que trataron de hacer frente al terror imperante con la fortaleza del espíritu humano.

Los recientes acontecimientos en el Este y Centro de Europa suponen un repentino distanciamiento de la norma histórica. A lo largo de la historia contemporánea, los agentes sociales, inspirados por ideales democráticos radicales, han procurado combatir todo tipo de régimen autocrático, y, aunque en algunos casos han logrado expandir los límites de la libertad y la justicia antes de verse obligados a entrar en vereda, por regla general, simple y llanamente se les aplasta. Resulta casi imposible rememorar alguna otra ocasión en la que el poder establecido se haya visto obligado a replegarse frente a la magnitud de la reivindicación social. Igualmente destacable resulta la actuación del superpoder dominante, que, lejos de impedir por la fuerza, procedimiento habitual en el pasado, que dichos acontecimientos tuvieran lugar, incluso, los fomentaba, en medio de importantes cambios internos.

La norma histórica la marca el duro contraste del caso de América Central, donde cualquier intento popular de derrocar a las brutales tiranías de la oligarquía y el ejército, se da de bruces con el poder asesino, ya sea amparado o directamente organizado por el amo del hemisferio. Hace diez años, aún cabía la esperanza de poner fin a su sombría realidad de terror y miseria, con la aparición de grupos de cooperación mutua, sindicatos, asociaciones de campesinos, comunidades cristianas de base, y demás agentes populares, que bien pudieron haber conducido a la reforma social y la democracia. Tal perspectiva provocó, no obstante, una despiadada reacción por parte de EE UU y sus clientes, puntualmente apoyados por sus aliados europeos, quienes emprendían una brutal campaña de muerte, tortura y barbarie generalizada, que dejó a dichas sociedades, "presas del pánico y el terror," "convulsionadas y sumidas en el pavor frente a la intimidación colectiva", "resignadas a la interiorización del terror," tal y como lo expresara una organización católica pro derechos humanos de El Salvador. Los iniciales esfuerzos de Nicaragua para la reconducción de sus recursos hacia la gran mayoría pobre del país llevaron a Washington a lanzar una guerra económica e ideológica y a la práctica del terror indiscriminado, que daba al traste con su economía y su tejido social, como escarmiento por tales transgresiones.

La ilustre opinión pública occidental entiende estas secuelas como un triunfo siempre y cuando sirvan para atajar el desafío a su poder y sus privilegios y los objetivos sean debidamente seleccionados: asesinar en público a prominentes sacerdotes no resulta juicioso, ahora bien, si se trata de activistas rurales y representantes de centrales obreras, es juego limpio -- y, cómo no, campesinos, indios, estudiantes, y demás súbditos de segunda clase, en general. Poco después de la matanza de los misioneros jesuitas en El Salvador, en noviembre de 1989, la radio se hacía eco de un artículo del corresponsal de AP, Douglas Grant Mine, titulado "Segunda Masacre Salvadoreña, pero de Gente Común y Corriente," en el que se daba cuenta de que una patrulla de militares había tomado al asalto un barrio obrero, secuestrando a seis hombres a los que había conducido al paredón y ejecutado; para rematar su hazaña, asesinaban también a un muchacho de 14 años. "No eran sacerdotes, ni activistas pro Derechos Humanos," redactaba Mine, "de modo que, sus muertes, han pasado prácticamente desapercibidas," al igual que su propio artículo, olímpicamente ignorado.

"La misma semana de la matanza de los jesuitas," Alan Nairn, periodista corresponsal en Centro América, informaba de que "al menos otros 28 civiles, entre los que se hallaba el máximo responsable del sindicato de la red hidrológica estatal, una representante del colectivo de mujeres universitarias, nueve miembros de una cooperativa agrícola india, diez estudiantes universitarios... fueron asesinados de idéntica forma. Es más, la investigación exhaustiva de las matanzas de los salvadoreños conduce indefectiblemente al vestíbulo de Washington." "Absolutamente correcto", y, por tanto, el episodio no es digno de mención o preocupación alguna. Y, así va la historia, semana tras aterradora semana.

El cotejo de los feudos soviéticos y norteamericanos es habitual más allá de los culturalmente deficientes sectores occidentales, como lo evidencian algunos artículos previamente publicados en Z. Julio Godoy, periodista guatemalteco dado a la fuga a raíz de que su diario, La Época, fuera objeto de un atentado con bomba a manos de elementos terroristas del estado (suceso que apenas llegó a suscitar interés en los EE UU; pese a ser de absoluto conocimiento público, no se vio reflejado en los medios de comunicación), considera a "los europeos del Este algo más afortunados que a los ciudadanos de América Central": "Mientras el régimen impuesto por Moscú en Praga se dedica a degradar y humillar a los reformistas, el régimen impuesto por EE UU en Guatemala los asesina, en un virtual genocidio que se ha cobrado ya la vida de más de 150.000 seres humanos... [en lo que Amnistía Internacional denomina] un 'plan gubernamental de asesinato político." Ésta, explica, es "la razón primordial del carácter resuelto del reciente levantamiento estudiantil de Praga: el ejército Checoslovaco no apunta a matar... En Guatemala, por no mencionar El Salvador, el terror generalizado se ocupa de frustrar cualquier aspiración de las fuerzas sindicales y las asociaciones de campesinos " -- como se encarga también de que la prensa o bien armonice o desaparezca, a fin de evitar a los liberales occidentales cualquier preocupación por la censura en las 'bisoñas democracias' a las que alientan.

Godoy cita a un diplomático europeo que afirma que: "mientras EE UU no cambie de actitud para con la región, no habrá lugar ni para la verdad ni para la esperanza." No digamos ya para la paz y la concordia.

Se ha de hurgar mucho en el comentario político estadounidense o el occidental, en general -- tan proclive a la, en su mayoría, insubstancial (si bien autocomplaciente) comparación del Este y el Oeste de Europa, para dar con verdades tan evidentes. Tampoco el atroz cataclismo provocado por el capitalismo en los últimos años concita el interés del discurso contemporáneo, tragedia de dimensiones espeluznantes en toda América Latina, y otras comarcas del Oeste industrial, el ' Tercer Mundo profundo ' de EE UU, y en los ' tugurios exportados' de la vieja Europa. Igual de remota resulta la posibilidad de que se llegue a prestar demasiada atención al difícilmente eludible hecho de que, los llamados milagros económicos, por norma general, implica la colaboración del estado con poderosos complejos financieros e industriales, otro signo de los estragos del capitalismo durante las últimas seis décadas. Es el Tercer Mundo el único que se ha de someter a las demoledoras fuerzas del capitalismo de libre mercado, para facilitar al potentado una más eficaz expoliación y aprovechamiento de sus recursos.

Es Centro América la que marca la norma histórica, no el Este de Europa. La observación de Hume precisa de esta rectificación. Hecha ésta, es tan indiscutible como trascendental el hecho de que el gobierno, por norma general, se sustenta en sistemas de subordinación rayanas en la fuerza, incluso en aquellos lugares donde el uso de la fuerza se contempla como un último recurso.

El Descarriado Rebaño y Sus Pastores

En la actualidad, se ha retomado y elaborado el razonamiento de Hume, aunque con una importante innovación: el control del pensamiento resulta más vital en los sistemas de gobierno más libres y populares que en los estados despóticos y policiales. Su lógica es bien simple. Un estado despótico controla al enemigo interno por la fuerza de las armas, pero según el estado va perdiendo este recurso, se van haciendo necesarias otras formas de dominación para evitar que las ignorantes masas interfieran en los asuntos públicos, que no son de su incumbencia. Éstas inconfundibles características de la cultura política e intelectual contemporánea bien se merecen un examen en mayor profundidad.

El problema de "poner al público en su sitio" surgiría con lo que un historiador denomina "el primer gran brote de pensamiento democrático en la historia," la revolución inglesa del siglo XVII. Con el despertar general de la plebe surgía el problema de cómo contener la amenaza.

Las ideas libertarias de los demócratas radicales provocaron la indignación entre las gentes respetables. Abogaban por la universalización de la educación, la garantía de asistencia sanitaria y la democratización de la ley -- la cual alguien describía como un zorro para las infortunadas gallinas, las gentes pobres: "las despluma y se ceba en ellas." Propagaban una especie de "teología de la liberación" que, como cierto crítico advirtiera alarmado, predicaba una "doctrina sediciosa" llamando al levantamiento de las despreciables hordas... contra las personalidades más selectas del reino, además de instar a la creación de asociaciones y coaliciones sociales, contra la nobleza, la alta burguesía, los ministros, los juristas, hacendados y hombres de bien en general," (según el historiador Clement Walker). Particularmente inquietantes resultaban los trabajadores y oradores itinerantes que divulgaban conceptos de libertad y democracia, agitando a las desaforadas masas y los editores que publicaban panfletos que ponían en tela de juicio la legitimidad de la autoridad y sus enigmas. "No cabe forma alguna de gobierno sin sus debidos misterios," advertía Clement, interioridades que habrán de serle "ocultadas" al ciudadano común: "La ignorancia, y la admiración que de ella dimana, es la fuente de la devoción y la obediencia civil," reflexión que Dostoevsky ya reflejara en El Gran Inquisidor. Los demócratas radicales habían "expuesto todos los misterios e interioridades del gobierno... ante el vulgo, cual perlas ante una piara," provocando que, en adelante, proseguía, la gente presentase tal grado de injerencia y arrogancia que le resultaba imposible reunir la humildad suficiente para acatar una administración civil." Resultaría temerario, observaba otro avezado comentarista, "permitir que el pueblo llegara a tomar conciencia de su verdadera fuerza y poder" El pueblo, no aspira a elegir entre un régimen monárquico vs. parlamentario, lo que desea es contar entre sus representantes con "hombres del entorno rural, como nosotros, conscientes de nuestras necesidades." Sus panfletos ponían de manifiesto, además, que "jamás se dará un mundo en armonía mientras la aristocracia siga formulando leyes, fundadas en el temor, sin otra finalidad que la de oprimirnos, ajenas a los problemas primordiales de la población."

Este tipo de ideas, cómo no, contrarió a las personalidades más selectas. Estaban dispuestos a otorgar derechos al pueblo, sí, pero dentro de un orden y en virtud del principio de que "cuando aludimos al pueblo, no nos referimos a las extraviadas y promiscuas hordas en general." Una vez derrotados los demócratas, John Locke observaba que "a los asalariados, comerciantes, solteronas y lecheras hay que decirles cómo tienen que pensar "La gran mayoría no puede saber y, por tanto, deberá creer".

Al igual que John Milton y demás libertarios civiles de la época, Locke proponía un concepto de la libertad de expresión extremadamente limitado. Su Constitución Fundamental de las Carolinas condenaba a todo aquel "susceptible de pronunciarse en términos discordantes o sediciosos para con su gobierno, gobernantes, o asuntos de estado, en sus asambleas religiosas." La Constitución garantizaba la libertad de "opinión especulativa en cuanto a la religión," pero no así en cuanto a la política. "Locke ni siquiera contemplaba la posibilidad de permitir el debate social de asuntos públicos", afirma Leonard Levy. La citada constitución recogía también: "queda terminantemente prohibido todo comentario o exposición de cualquier sección de estas disposiciones o cualquier otro punto de la legislación consuetudinaria o estatutaria de las Carolinas." En el proyecto de ley que recogía las razones para solicitar del Parlamento la abolición de la censura en 1694, Locke no llegó a aportar una sola razón en favor de la libertad de expresión o pensamiento, ciñéndose estrictamente a razones de conveniencia y perjuicio de intereses comerciales. Una vez neutralizada la amenaza de la democracia y vencida la chusma libertaria, la censura no sería necesaria puesto que los "formadores de opinión... se auto censurarían. Todo lo que pudiera suscitar la alarma entre los hacendados no saldría a publicación", comenta Christopher Hill. En una democracia capitalista de Estado eficaz como la de los EE UU, lo que preocupa al hacendado constituye por regla general materia reservada, y, por tanto, se guarda a buen recaudo lejos del escrutinio de la opinión pública -- con frecuencia, de modo pasmosamente eficaz.

Estos conceptos han tenido una amplia resonancia hasta nuestros días, incluida la rigurosa doctrina Lockeana de que el derecho de debate de asuntos públicos ha de serle vetado al ciudadano común. Ésta filosofía sigue siendo uno de los principios fundamentales del estado democrático moderno, donde se aplica mediante diversos mecanismos para preservar la actuación del estado lejos del escrutinio público: clasificación de documentos, con el más que dudoso pretexto de la seguridad nacional, operaciones clandestinas y demás maniobras, para impedir el acceso de las despreciables masas a la arena política. Este tipo de mecanismos suelen ganar impulso especialmente bajo regímenes de estadistas retrógrados de la índole de Thatcher-Reagan. Los mismos conceptos conforman la labor y la responsabilidad profesional fundamental de la comunidad intelectual: acomodar la visión histórica de los hechos y la perspectiva del mundo contemporáneo a la conveniencia del poderoso, garantizando que el público cumpla con su única función de mantenerse en su lugar, debidamente atolondrado.

De modo que, no les resultaría difícil a los impulsores del Parlamento y el ejército contra el pueblo, en los años cincuenta del siglo XVII, establecer que la plebe no era digna de confianza. La prueba más evidente eran sus vestigios de sentir monárquico y su reticencia a poner sus asuntos en manos de la aristocracia y el ejército, o sea, las "verdaderas personas," aunque la estupidez del vulgo no acertara a verlo así. El público en general es "gentuza extraviada," " bestias disfrazadas de personas." Es conveniente someterlas del mismo modo que es obligado "salvar la vida de persona lunática u obcecada, aún contra su propia voluntad." Si el pueblo es tan "desaprensivo e insensato" como para "otorgar posiciones de poder poniendo su confianza a personas cínicas e indignas, habrá de atenerse a la total pérdida de su potestad a este respecto, en favor de las personas de valía, aunque estas tan sólo constituyan una minoría".

Entre los pocos elegidos, cabe la aristocracia, los empresarios, el partido de vanguardia, los Comités Centrales o aquellos intelectuales cualificados por sus "méritos" a la hora de crear el consenso social al servicio del acomodado, (por parafrasear una de tantas ocurrencias de Henry Kissinger). Administran los imperios mercantiles, las instituciones ideológicas y las estructuras políticas, sirviéndolas a diversos niveles. Su labor es mantener al ignorante rebaño en un estado de tácita sumisión, atajando así el tan temible espectro de la libertad y la autodeterminación.

Conceptos similares guiaron la misión de los conquistadores españoles, en lo que Tzvetan Todorov denomina, el "mayor genocidio en la historia de la humanidad", tras "el descubrimiento de América" hace 500 años. Justificaron sus actos terroristas y su política de dominación con la premisa de que los nativos "son tan incapaces de gobernarse a sí mismos como lo pueda ser un demente o cualquier animal o bestia salvaje, a juzgar por su alimentación, apenas mejor que la propia de bestias." Su necedad "resultaría impropia incluso de un niño o demente en cualquier otro país" (en palabras del profesor y teólogo Francisco de Vitoria, "uno de los máximos exponentes del humanismo español del siglo XVI"). De modo que, la intervención es totalmente legítima "en virtud del derecho de custodia," comenta Todorov, resumiendo el razonamiento fundamental de F. de Vitoria.

Cuando pocos años después los implacables ingleses tomaran el relevo, evidentemente, adoptaron la misma actitud, conforme fueron domesticando a los lobos disfrazados de hombres, tal y como George Washington describiera a todo aquel que se opusiera al avance de la civilización, quien se eliminaría por el propio bien de la población. Los colonizadores ingleses se habían ocupado ya de idéntico modo de los "salvajes" Celtas, cuando Lord Cumberland, por ejemplo, conocido por el sobrenombre de "el carnicero", llevara la desolación a los Highlands de Escocia antes de llevar sus artes a la práctica en Norteamérica.

Ciento cincuenta años después sus descendientes habían logrado erradicar el mal nativo de Norteamérica, diezmando la población de aberrantes de 10 millones a 200.000, según una reciente estimación, para luego centrar su atención en otros lugares, donde se ocuparían de la civilización de las bestias salvajes de las Filipinas. Los luchadores nativos a los que el Gen. McKinley encomendase la misión de "Cristianizar" y "elevar" a sus desafortunados congéneres, limpiarían las islas liberadas de cientos de miles de sus semejantes, precipitando así su ascenso al cielo. Participarían en el rescate de aquellas "almas descarriadas", de su innata depravación, "aniquilando a los nativos al más puro estilo inglés," tal y como describiera el New York Times tan penoso cometido, agregando que debemos asumir la "luctuosa gloria subyacente en el asesinato en masa, hasta que aprendan a respetar nuestras armas," para proseguir con la "más ardua tarea de lograr que respeten nuestras intenciones."

Este es el curso fundamental de la historia conforme la plaga de la civilización Europea ha ido devastando buena parte del mundo.

En el ámbito nacional, el eterno problema lo formularía directamente el investigador político del siglo XVII, Marchamont Nedham. Los postulados de los demócratas radicales, manifestaba, tendrían como resultado el que "personas legas", sin Cultura ni Fortuna, llegaran a puestos de Autoridad." Dada la libertad, la "auto complaciente multitud" escogería a "Gente de baja condición" que no dudaría en emplearse a fondo para "Expurgar y Limpiar los Bolsillos de los Pudientes," tomando para ello el previamente allanado camino de la licenciosidad, el engaño, la pura Anarquía y el Caos. Estas percepciones han configurado el discurso político e intelectual contemporáneo, cobrando protagonismo a medida que, al hilo de los postulados de los demócratas radicales, las luchas populares han ido ganando terreno a lo largo de los siglos, lo cual ha conllevado a la sofisticación de los medios para neutralizar sus contenidos esenciales.

Tales problemas resurgen con regularidad en periodos de agitación y conflicto social. Tras la Revolución Americana, los campesinos independientes y demás insubordinados, tuvieron que asimilar por la fuerza que aquellos ideales promulgados en los panfletos de 1776 no debían seguirse al pie de la letra. Al pueblo jamás se le permitiría elegir a sus representantes de entre sus semejantes del ámbito rural, personas conscientes de sus problemas más inmediatos, sino que sería a la aristocracia, a los mercaderes, a los juristas o a los demás gremios al servicio del poder privado a quienes correspondía el privilegio. Jefferson y Madison creían que el poder debía estar en manos de la "aristocracia natural," comenta Edmund Morgan, "individuos como ellos" que defiendan el derecho de propiedad frente a la "aristocracia de papel" de Hamilton y pese a los necesitados; "consideraban a esclavos, indigentes y parados como una creciente amenaza, tanto para la libertad, como para la propiedad privada." La doctrina predominante, legado de los Padres Fundadores, decretaba que, "aquellos que posean el país habrán de ser quienes lo gobiernen" (John Jay). Con el florecimiento de la empresa, en el siglo XIX, y la promulgación de leyes que les otorgaban la autoridad sobre la vida pública y privada, los federalistas detractores de la democracia popular establecían una nueva y poderosa suerte de victoria.

No es raro que las luchas revolucionarias tiendan a hacer que los aspirantes al poder contiendan entre sí por él, por muy aliados que puedan estar a la hora de atajar las tendencias a la democracia radical por parte de la población. Lenin y Trotsky, poco después de acceder al poder en 1917, procedieron al desmantelamiento de los órganos de control populares, incluidos los consejos de las fábricas y también a los soviets, a fin de erradicar toda tendencia socialista. Como ortodoxo marxista, Lenin consideraba inviable la opción socialista en un país tan extremadamente subdesarrollado; hasta sus últimos días, concibió como "principio fundamental del Marxismo, que la victoria del socialismo requeriría la acción conjunta de una buena parte del proletariado de los países avanzados" en general, y la de Alemania en particular. En la que considero su mejor obra, George Orwell describe un proceso similar en España, donde los Fascistas, los Comunistas, y las democracias liberales se aliaban contra la revolución libertaria que se producía en gran parte del país, para disputarse el botín tan pronto las fuerzas populares fueran totalmente sofocadas. Existen multitud de ejemplos, casi siempre reprimidos mediante la violencia del gran poder.

Esto queda especialmente patente en el Tercer Mundo. Es una preocupación constante entre las elites occidentales que las organizaciones populares puedan llegar a sentar las bases de la democracia real y la transformación social, cuestionando las atribuciones del privilegiado. Por tanto, aquellos que osen "alentar a la descarriada multitud" y "fomenten la asociación y las alianzas populares" contra "las personalidades más selectas", serán subyugados o eliminados. No es fruto de la casualidad que el Arzobispo Romero fuera asesinado poco después de que instara al Presidente Carter al cese del apoyo armamentístico a la junta del gobierno, advirtiendo que éste se utilizaba para "extender la injusticia y la represión contra organizaciones populares" sumidas en una amarga lucha por "el respeto de sus más elementales derechos humanos."

La amenaza para el privilegiado implícita en la organización popular es real y evidente en sí misma. Es más, "el mal puede propagarse," según reza la jerga de la elite política; puede constituirse en paradigma de una evolución independentista al servicio de las necesidades del pueblo. Existen una serie de documentos internos, e incluso públicos, que revelan que la mayor preocupación de los planificadores de la política norteamericana ha sido el temor ante la posibilidad de la propagación de semejante "virus", incluso a otras regiones más allá de sus fronteras.

Pero este tipo de inquietudes no es una novedad. Los estadistas europeos también temieron que la revolución americana pudiera llegar a "alentar a los apóstoles de la sedición" (Metternich), a la propagación de "la infección y a la introducción de principios viciados", propios de "las perniciosas doctrinas de la República y los regímenes populares," tal y como observara uno de los embajadores del Zar. Un siglo después, el elenco de actores se vio invertido. El Secretario de Estado de la Administración de Woodrow Wilson, Robert Lansing expresaba su temor de que, dada la propagación del mal Bolchevique, " la mayoría ignorante e inepta pudiera llegar a regir el mundo"; los bolcheviques, proseguía, logran captar al proletariado de todos los países, ignorantes y retrasados mentales, que dada su proporción, podrían llegar a convertirse en amos y señores,... amenaza más que real a juzgar por el proceso de sublevación social prevaleciente en el ámbito mundial." Una vez más, es la propia democracia la que entraña el mayor de los riesgos. Cuando las asambleas de trabajadores y soldados hicieron una breve comparecencia en Alemania, Wilson se apresuró a advertir de la peligrosa ideología que podían inculcar a los "[soldados] afro-americanos que regresaban de sus misiones militares." Había llegado a su conocimiento que las lavanderas de color comenzaban a reivindicar el aumento salarial, alegando que "el dinero es tan suyo como mío." Cabe que entre otras muchas calamidades, advertía, los empresarios se vean obligados a incluir a los trabajadores en sus ejecutivas, a no ser que se logre erradicar el virus bolchevique.

Teniendo en cuenta tan desastrosas consecuencias, la incursión occidental en la Unión Soviética se formularía en términos de legítima defensa, frente "al desafío de la Revolución... a la mismísima supervivencia del orden capitalista" (John Lewis Gaddis). Por consiguiente, no fue más que una consecuencia natural del actual estado de cosas que la invasión de la Unión Soviética, en nombre de la defensa nacional de los EEUU, culminara con la Amenaza Comunista que W. Wilson propagara en Norteamérica. Como el propio Lansing lo expresara, no sólo hemos de emplear la fuerza para impedir que los "lideres del Bolchevismo y la anarquía" "se organicen y arenguen contra el gobierno de los EEUU", también es nuestro deber impedir que "estos fanáticos gocen de esa misma libertad que se empeñan en desbaratar." La represión desatada por la Administración Wilson consiguió dar al traste con las políticas democráticas, los sindicatos, la libertad de prensa y el libre pensamiento, en provecho de los intereses del poder empresarial y las autoridades del estado que los representaban, con el beneplácito de los medios de comunicación y las elites en general; todo esto, en defensa propia, dada la provocación de las hordas de "ignorantes y deficientes mentales". Otro tanto de lo mismo ocurre con la patraña puesta en escena tras la II Guerra Mundial, sirviéndose una vez más del pretexto de la amenaza soviética, para establecer, de facto, una absoluta sumisión al poder.

Cuando la vida política y el libre pensamiento florecieron en los años 60, el problema surgió de nuevo y la reacción fue exactamente la misma. La Comisión Trilateral, formada por las elites de Europa, Japón y EE UU, advertía del "inminente peligro que la aspiración de algunos sectores públicos a incorporarse a la arena política encerraba para la democracia". Este "exceso de democracia" entrañaba una potencial amenaza para el ilimitado poder de las elites privilegiadas -- es decir, lo que la ortodoxia política denomina "democracia". El problema era el habitual: el vulgo pretendía ocuparse de sus propios asuntos, asumiendo el control de sus comunidades para procurar llevar a cabo sus aspiraciones sociales. Se hicieron grandes esfuerzos para fomentar la organización de juventudes, minorías étnicas, mujeres, activistas sociales y demás, alentados por las humildes masas en lucha por la libertad y la independencia presentes en otros lugares del mundo. Sería necesario "moderar la democracia", concluía la Comisión, tal vez, con un regreso a aquel pasado en el que "Truman conseguía gobernar el país con la colaboración de un relativamente reducido grupo de banqueros y abogados de Wall Street," comentaba el corresponsal.

Los temores expresados por las elites del siglo XVII se han convertido en uno de los argumentos principales del discurso intelectual de la práctica empresarial y de la academia de las ciencias sociales. Los formulaba el influyente moralista y consejero de política exterior, Reinhold Niebuhr, de los que más tarde se harían eco George Kennan, el grupo de intelectuales pro Kennedy y tantos otros. Niebuhr afirmaba que "la racionalidad es prerrogativa del observador impasible" mientras que el hombre común y corriente habrá de fundarse en la fe, no la razón. El observador impasible, explicaba, habrá de asumir la "necedad del ciudadano común," y proporcionarle la "ilusión necesaria" así como una "simplificación emocionalmente efectiva" a fin de mantener a las incultas masas en su lugar. Al igual que en 1650, sigue vigente la necesidad de proteger al "lunático o desequilibrado mental," a la chusma de ignorantes, de la "depravación y la corrupción" de su propio criterio, del mismo modo que no se ha de permitir a un niño cruzar la carretera sin supervisión.

Conforme a los conceptos predominantes, no atenta contra la democracia el que un puñado de empresas se haga con el control de los medios de comunicación: ésa es, de hecho, la esencia misma de la democracia. Edward Bernays, prestigiosa figura de la industria de las relaciones públicas afirma que "la verdadera esencia del proceso democrático" reside en "la libertad de persuadir y sugestionar," con lo que él mismo califica de "ingeniería del consenso". Si da la casualidad de que la libertad se concentra en unas cuantas manos, entonces se habrá de asumir que ésa es la auténtica naturaleza de una sociedad libre.

Bernays expone el principio fundamental recogido en un manual de relaciones públicas de 1928: "la manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones convencionales de las masas es un elemento primordial en una sociedad democrática... Son las minorías inteligentes las que habrán de servirse de la propaganda continua y sistemáticamente." Dado su tremendo y contundente poder, la super clasista elite empresarial de los EE UU ha podido llevar a la práctica estas lecciones con absoluta precisión. El alegato de la propaganda expuesto por Bernays cita a Thomas McCann, responsable del gabinete de relaciones públicas de la United Fruit Company, a la cual Bernays prestara un gran servicio allanando el camino hacia el derrocamiento de la democracia Guatemalteca en 1954, sonado triunfo de la propaganda comercial, no sin la inestimable complicidad de los medios de comunicación.

Hace tiempo que las minorías han comprendido la naturaleza de su función. Walter Lippmnann calificaba como una "revolución" en la "practica de la democracia" el hecho de que la "fabricación del consenso" fuera afianzándose como "sofisticado arte e instrumento común de gobierno popular." Este es el curso natural de las cosas cuando la opinión pública no es digna de confianza: "En ausencia de instituciones y una educación que forme eficazmente al entorno en la creencia de que las realidades de la vida pública están diametralmente contrapuestas con el egocentrismo, el interés común habrá de prescindir totalmente de la opinión pública, siendo esta gestionada por una clase especializada cuyos intereses personales trasciendan a los de la comunidad," lo cual les capacita para comprender las "realidades". Estos son los individuos de calidad sin par, capaces de ocuparse en exclusiva de la gestión de la administración social y económica.

Lippman explica cómo de todo esto deriva la necesidad de distinguir claramente entre dos tipos de función política. En primer lugar, está el papel asignado a la clase especializada, "altos cargos," y "hombres responsables", que gozan de libre acceso a la información y al conocimiento. Preferiblemente, contarán con una formación apropiada para el servicio público y dominar los principios de la resolución de conflictos sociales: "En la medida en la que los criterios resulten objetivos y eficaces, la toma de decisiones políticas," esto es, su jurisdicción," se verá integrada de facto en el ámbito del interés común." Asimismo, la "administración pública", se ocupará de "orientar a la opinión" siendo su deber la "formación de una opinión pública sin fisuras". "Su función es iniciar, administrar, convenir y decidir, libre de "las injerencias del ignorante foráneo," o el público en general, dada su extraordinaria incapacidad para "discernir la esencia de los problemas." Los criterios del gobierno a la hora de satisfacer las necesidades materiales y culturales del ciudadano, se establecerán sobre la base de la eficacia y no necesariamente en sintonía con las aspiraciones individualistas que puedan rondar en las mentes del público." Una vez dominada la asignatura de la decisión política, la clase especializada, libre ya de injerencias, se dedicará al servicio del interés público -- el tal llamado "interés nacional", en una maraña de mistificación magníficamente hilvanada por la academia de las ciencias sociales y la demagogia política.

La segunda de las funciones es la de "la gente común y corriente", la cual está bastante más claramente delimitada. No corresponde al público, mantiene Lippman, "enjuiciar los méritos intrínsecos" de un asunto determinado u ofrecer análisis o soluciones a la materia en cuestión; dada la necesidad, habrá de limitarse a "delegar su poder" en "personas competentes y responsables ". Tampoco es labor del público "discurrir, discernir, investigar, negociar o determinar los asuntos públicos." Su única función es la de mero "asociado de un mediador exclusivamente capacitado para actuar," previo procedimiento de estudio serio y desinteresado del asunto a determinar. Esta es la razón por la que " se ha de mantener a raya al público en general." La confusa, arrebatada y ruidosa multitud, habrá de cumplir con su papel de "interesada espectadora de la acción," que no partícipe. La participación es facultad exclusiva de "gestores responsables."

Los conceptos descritos por los editores de Lippmann cuan "progresiva filosofía política para la democracia liberal," guardan una inconfundible semblanza con el viejo concepto Leninista de partido de vanguardia, presto siempre a conducir a las masas hacia un futuro mejor, futuro que es incapaz de alcanzar por sí mismo. De hecho, el cambio de una postura a otra, del entusiasmo Leninista a la "celebración de América" ha sido una constante a lo largo de los años. Y, no es de extrañar puesto que ambas doctrinas comparten la misma raíz. La disparidad crítica reside en la apreciación de las perspectivas de poder: mediante la explotación de masas, las luchas populares o la servidumbre a los amos de turno.

Existe, y es palpable, una tácita presunción tras las propuestas de Lippmann y compañía: a los elegidos se les brinda el acceso a la administración pública en virtud de su grado de sumisión al poder real -- en nuestras sociedades, los intereses comerciales predominantes -- cuestión crucial olímpicamente ignorada en el autocomplaciente discurso de los elegidos.

El discurso de Lippmann sobre esta cuestión data de poco después de la I Guerra Mundial, cuando la comunidad intelectual liberal quedó un tanto impresionada ante el rendimiento de su servicio como "cumplidos y leales intérpretes de lo que se supone una de las más ambiciosas empresas jamás emprendidas por un presidente americano" (La Nueva República). La empresa llegaba de la mano de Woodraw Wilson, con la interpretación de su lema electoral de "paz sin victoria" como una perfecta ocasión para regular la "victoria sin paz," no sin la servicial complicidad de los intelectuales liberales, quienes más adelante se vanagloriaban de haber logrado "imponer sus deseos a una mayoría reticente o indiferente," mediante la fabricación de propaganda sobre falsas atrocidades y maniobras semejantes. A menudo servían, incluso contra su propia voluntad, como instrumento del Ministerio de Información Británico, que en privado, no se ruborizaba en definir su misión como la de "gobernar el pensamiento de la mayor parte del mundo."

Quince años más tarde, el influyente politólogo Harold Lasswell explicaba, en la Enciclopedia de las Ciencias Sociales, que cuando las elites carecen del requisito fundamental de la fuerza para imponer la obediencia, los gestores sociales han de recurrir a "toda una nueva gama de técnicas de control, principalmente mediante la propaganda." Añadía la acostumbrada justificación: debemos admitir "la ignorancia y necedad (de)... las masas" y no sucumbir al dogmatismo democrático de que el individuo sea el mejor juez de sus propios intereses." No lo es, y hemos de controlarlo por su propio bien. El mismo principio gobierna el mundo de los negocios. Sus discípulos han desarrollado conceptos similares para aplicarlos desde las instituciones ideológicas: escuelas, universidades, medios de comunicación convencionales, diarios de elite y un largo etcétera. El desafío a estas ideas provoca sacudidas, cuando no, ira, como en el caso del levantamiento estudiantil de la década de los sesenta, que lejos de acatar la autoridad, planteaba un buen número de cuestiones, llegando en su arranque a cruzar los límites establecidos. La pretensión de la custodia de las murallas contra la arremetida de los bárbaros, postura hoy tan en boga, no pasa de ser una grotesca falacia.

La doctrina de Lippmann, Lasswell y demás, es inherente a toda sociedad en la que el poder se halla altamente concentrado, si bien es cierto que existen mecanismos formales mediante los cuales la gente común y corriente puede, en principio y en cierta medida, ser un agente activo en el devenir de sus propios asuntos -- amenaza que, simple y llanamente, se ha de eliminar.

La puesta a punto de las técnicas de fabricación del consenso es el colmo de la sofisticación en EE UU -- sociedad bastante más avanzadamente centrada en la economía que las de sus aliados, que, además, goza de mayor libertad en importantes aspectos, de modo que sus masas de ignorantes y necios resultan más peligrosas. Pero las mismas inquietudes surgen en Europa, como ya ocurriera en el pasado, aunque las variedades de capitalismo de estado existentes en Europa no estén tan avanzadas como la norteamericana en aspectos como la desarticulación de sindicatos y demás obstáculos para el libre reinado de los individuos (y ocasionalmente individuas) más excelsos, y la actividad política se limite al ámbito puramente comercial. El problema fundamental, ampliamente reconocido, es que a medida que el estado va perdiendo parte de su capacidad de control por la fuerza sobre la población, los sectores privilegiados van urdiendo nuevas tácticas para mantener a la desaforada muchedumbre al margen de la arena de la gestión pública. Asimismo, los países insignificantes se verán sometidos a dichos métodos en virtud de su grado de significación. Los palomos liberales arguyen que los demás deben ser libres e independientes, siempre y cuando su elección no resulte inapropiada, o vaya contra los intereses establecidos -- fiel reflejo del concepto de democracia que predomina por estos lares como medio de dominación social.

Un sistema de adoctrinamiento que se precie conlleva una serie de cometidos, algunos sumamente delicados. Uno de sus objetivos son las simples e ignorantes masas. El imperativo es mantenerlas así a perpetuidad; atolondradas, marginadas y aisladas, mediante una sistemática sobresimplificación emocional. Se apuntará preferiblemente a que un mayor numero de personas se pase el tiempo sentado frente al televisor viendo deportes, culebrones, o comedias, despojado de cualquier estructura de organización que permita al individuo sin recursos contrastar sus creencias y opiniones en interacción con los demás, o formular sus propias inquietudes y proyectos para llevarlos a cabo. Por consiguiente, se le permitirá, incluso se fomentará, la ratificación de las decisiones tomadas en su nombre por los elegidos mediante periódicos sufragios. La desaforada muchedumbre constituye el blanco perfecto de los medios de comunicación y el sistema de educación públicos, quienes redundarán en la obediencia y el adiestramiento en las disciplinas convenientes, incluida la insistente y puntual proclamación de lemas patrióticos.

Para que la sumisión se afiance en un recurso estable, será preciso inculcarla en todos y cada uno de los ámbitos públicos. Las personas normales habrán de ceñirse a su papel de espectadores, que no participes, y de consumidores de determinada ideología al tiempo que meros productos comerciales. Eduardo Galeano apunta "la gran mayoría tendrá que resignarse al consumo de fantasía. Al pobre se le venderá la ilusión de la riqueza, al oprimido la de la libertad, al derrotado la de la victoria, y al débil, la del poder." Sólo así obrará el milagro.

La cuestión del adoctrinamiento varía un tanto en lo que respecta a los que aspiran a ocuparse de la toma de decisiones y del control: las elites del ámbito del comercio, el estado, los gestores culturales y demás sectores de articulación social, en general. Éstos, habrán de interiorizar los valores del sistema y compartir las ilusiones necesarias que permiten su funcionamiento al servicio del núcleo del poder y sus prerrogativas, o, en su defecto, ser lo suficientemente cínicos como para aparentar que así es, arte que no muchos consiguen dominar. Habrán de contar, asimismo, con ciertas aptitudes para percibir las realidades del mundo, ya que de no ser así no serán capaces de desempeñar su tarea eficazmente. La medios de comunicación de elite y el sistema educativo se ocuparán de trazar los derroteros para la resolución de tales dilemas, tarea más que ardua y plagada de contradicciones intrínsecas. Resulta intrigante ver como se está llevando a efecto, si bien este tema obviamente sobrepasa los límites de esta reseña.

En el frente doméstico se emplea una gran variedad de técnicas de elaboración del consenso dependiendo de la audiencia y su posición jerárquica en la escala de influencia. Para los menos pujantes de la escala y para los insignificantes extranjeros, se dispone de un dispositivo, que un eminente historiador de fin de siglo, Franklin Henry Giddings, denominaría "el consenso sin consenso": "si en los años venideros el colonizado descubre y admite que [la relación] de disputa ha servido a los más nobles intereses, con toda razón se podrá argumentar que la autoridad se ha impuesto con el beneplácito del tutelado," del mismo modo que los padres tienen el deber de disciplinar la insensatez de sus hijos. Giddings se refiere sin duda a las " irracionales criaturas" que con harto sentimiento y, cómo no, por su propio bien, estabamos masacrando en las Filipinas. Aunque la lectura es bastante generalizable.

Como ya apuntáramos previamente, los tintes Bolcheviques son recurrentes en su totalidad. Los sistemas presentan diferencias importantes pero también abrumadoras similitudes. La "clase especializada" de Lippmann y la "minoría inteligente" de Bernays, los llamados a la administración de asuntos públicos y privados, con arreglo a las teorías de la democracia liberal, pertenecen a la vanguardia Leninista de intelectuales revolucionarios. La "fabricación del consenso" abogada por Lippmann, Bernays, Niebuhr, Lasswell y demás, es la misma propaganda política de sus homólogos Leninistas. Al hilo de un escrito redactado por Bakunin, hará aproximadamente un siglo, el secular sacerdocio en cualquiera de los dos principales modelos de jerarquía y coerción considera a las masas necias e ineptas, cual descarriado rebaño al que se haya de guiar a un mundo mejor -- mundo que nosotros, la minoría de expertos capacitados, construiremos para ellos, para lo cual nos arrogaremos el poder calcando el modelo Leninista, como siervos de los amos y administradores del sistema capitalista, ante la eventualidad de que la revolución popular no cubra nuestras expectativas de acceso a las altas esferas.

Como bien predijera Bakunin mucho tiempo atrás, la "Burocracia Roja" Leninista se pondría manos a la obra de inmediato para desmantelar todo órgano de control popular, y en particular, cualquier estructura institucional que pudiera procurar a la clase trabajadora cierto grado de influencia en sus propios asuntos, ya sea en calidad de productores o como ciudadanos.

No es de extrañar, por tanto, que las dos fuentes principales de propaganda del mundo hayan presentado la inmediata destrucción de las incipientes tendencias socialistas surgidas en el periodo de fermentación de las revueltas populares de 1917 como una victoria del socialismo. Para el Bolchevismo, el objeto de tal farsa fue sacar el mayor partido posible al prestigio moral del socialismo; en cuanto a Occidente, su propósito fue difamar el socialismo y consolidar el sistema de la propiedad privada y el control ejecutivo de todos los ámbitos, económico, político y social. Considerar el desmoronamiento del sistema Leninista como una victoria del socialismo, es tan carente de recibo como lo sería describir la caída de Hitler o Mussolini en los mismos términos, si bien al igual que en estos dos casos precedentes, se elimina un obstáculo para la materialización de los ideales libertarios socialistas que inspiraron los movimientos populares aplastados en Rusia en 1917, a los que poco después sucedería el de Alemania, el de España en 1936 y demás países, casi siempre encabezados por la vanguardia Leninista, dispuesta a adoctrinar a la chusma y subyugar sus aspiraciones socialistas libertarias y su democracia radical.

La Fuerza Se Queda Corta

Hume planteó la paradoja de ambos modelos de sociedad, la despótica y la más liberal, si bien el segundo caso resulta bastante más trascendental. Conforme la sociedad se va haciendo más libre y heterogénea, la inducción a la sumisión se torna más compleja y la tarea de desenmascarar el cada vez más sofisticado mare magnum de mecanismos de adoctrinamiento más desafiante. Pero, intereses intelectuales aparte, la cuestión de las sociedades liberales cobra aún mayor importancia para nosotros, porque nos incumbe directamente y podemos actuar sobre la base del conocimiento que vamos adquiriendo. Esta es la razón por la que la cultura predominante tenderá siempre a reflejar las inquietudes humanas en las deficiencias y abusos que cometan los demás. Cuando los planes de los EE UU en cualquier rincón de Tercer Mundo salen mal, dirigimos nuestra atención hacia los defectos y problemas concretos de esas culturas y sus desbarajustes generales -- no así a los nuestros. La fama, la fortuna y el respeto estarán con todo aquel que revele los crímenes cometidos por el enemigo oficial: todo aquel que ose cumplir con la esencial tarea de ofrecer un espejo donde se reflejen las propias sociedades recibirá muy distinto tratamiento. George Orwell es famoso por sus novelas Animal Farm (Rebelión en la Granja) y 1984, las cuales se centran en el enemigo oficial. Ahora bien, si hubieran reflejado el bastante más interesante y significativo tema del control del pensamiento en las sociedades relativamente más libres y democráticas, no se le hubiera respetado en absoluto, y en lugar de una amplia aclamación, se hubiera encontrado con un mudo desprecio e incluso se le hubiera estigmatizado. Pasemos, no obstante, a otras cuestiones más importantes e inadmisibles.

Nos limitaremos a los gobiernos menos libres y populares. ¿Qué hace que la ciudadanía se someta si es que la verdadera fuente de la fuerza reside en ella? En primer lugar, examinemos una cuestión previa: ¿hasta qué punto radica la fuerza en la ciudadanía? En este punto hemos de ir con cautela. Una sociedad se supone libre en la medida en la que el poder de coerción del estado está condicionado. Los EE UU son una excepción a este respecto: Seguramente el ciudadano estadounidense goza de mayor libertad que en ningún otro lugar del mundo y se siente libre de la opresión del estado, siempre y cuando se sea relativamente privilegiado o del color adecuado, es decir, una buena parte de la población.

Sin embargo, es sobradamente conocido que el estado tan sólo representa un segmento de la trama del poder. El control sobre la inversión, la producción, el mercado, las finanzas, las condiciones laborales y otros asuntos cruciales de la política social se halla en manos privadas. Cualquier reticencia a adaptarse a esta estructura de autoridad y dominación conlleva un precio que va desde el uso de la fuerza por parte del estado a la total privación y la lucha; incluso un libre pensador no puede evitar cotejar esto con los beneficios, por exiguos que sean, que comporta la sumisión. Las alternativas reales son, por consiguiente, extremadamente limitadas. Factores similares restringen sin duda el abanico de conceptos y opiniones. La expresión la fraguan y articulan los diversos poderes privados que controlan la economía. Básicamente, las grandes empresas financieras que venden audiencias al mundo de la publicidad y, por supuesto, reflejan los intereses de los dueños del mercado. La posibilidad de articulación y comunicación de los puntos de vista, inquietudes e intereses propios -- o el mero hecho de llegar a descubrirlos -- queda, por tanto, absolutamente mermada.

La negación de estas realidades acerca del poder real conforma la misma base de la estructura de la ilusión necesaria. Tanto es así, que un analista de los medios de comunicación en su comentario de un libro sobre la prensa en el New York Times, alude, sin argumentación alguna, al "tradicional papel Jeffersoniano" de la prensa "como contrapeso al poder del gobierno." La formulación encierra tres presunciones críticas: una histórica, una descriptiva y una ideológica. La histórica implica que Jefferson fue un incondicional de la libertad de prensa, lo cual es falso. La segunda, es que la prensa opera de hecho como contrapeso del poder y no como su fiel servidor, lo cual se expone aquí como una doctrina, eludiendo así cualquier responsabilidad ante el desbordante cúmulo de documentación fehaciente que contradice semejante dogma. El supuesto ideológico es que el liberalismo Jeffersoniano (teóricamente contemplado al margen de su viabilidad práctica) reivindicaba el papel de la prensa como contrapunto al poder del gobierno. Esto es una tergiversación. El pensamiento libertario defiende el papel de la prensa como ente independiente que debe ejercer como contrapunto a todo tipo de concentración de poder. En la era Jeffersoniana, las grandes sombras del poder las proyectaban el estado, la iglesia y las estructuras feudales. Años después emergerían en el mundo las nuevas prácticas de poder del capitalismo empresarial. Un Jeffersoniano debiera, por consiguiente, mantener la esencia de la prensa como contrapunto al poder estatal o empresarial, y, por ende, a todo el entramado estado-empresa. Pero el planteamiento de esta cuestión nos conduce a un terreno prohibido.

Aparte de las restricciones generales sobre la libre elección y la opinión articulada inherentes a la concentración del poder, está el cada vez más limitado margen de maniobra que impone al gobierno. Los EE UU, de nuevo, son, de entre las democracias industriales, la excepción a la regla en este respecto, si bien la tendencia hacia el modelo estadounidense es evidente en todas partes. Estados Unidos raya los límites de la coerción estatal, con su discurso de guardián de la libertad, y también con su paupérrima vida política. Básicamente, existe un único partido, el partido del negocio, con sus dos facciones. Las alianzas de inversores fluctuantes suponen una gran parte de la historia política. Los sindicatos y demás organizaciones populares, que puedan ofrecer al ciudadano mecanismos para ejercer una cierta influencia en los programas sociales o las alternativas políticas, apenas si funcionan dentro de unos estrechísimos márgenes. El sistema ideológico está condicionado al asenso del privilegiado. Los comicios son por norma general una mera ceremonia. En las elecciones al congreso, la práctica totalidad de los antiguos titulares revalidan el cargo, reflejo de la inutilidad de su sistema político y las alternativas que presenta. Apenas sí se logra aparentar la importancia de los asuntos en juego en las campañas presidenciales. Los programas electorales se articulan como mero mecanismo de captación de votos, y los candidatos se adecuan a sus audiencias, siguiendo las recomendaciones estratégicas de sus gabinetes de relaciones públicas. Los comentaristas políticos especulan con cuestiones de la guisa de si Reagan recordará su discurso, si Mondale parece o no estar decaído, o si Dukakis logrará sacudirse el fango con el que le salpicarán los estrategas del discurso de George Bush. En las elecciones de 1984, las dos tradicionales facciones virtualmente intercambiaron sus convencionales políticas; los Republicanos se presentaron como el partido del crecimiento keynesiano y la intervención del estado en la economía, y los Demócratas, como abanderados del conservadurismo fiscal. Pocos se percataron de ello. La mitad de la población no se toma la molestia de ejercer su derecho al voto, y aquellos que lo hacen, a menudo son conscientes de que lo harán contra sus propios intereses.

Al público se le da la oportunidad de ratificar las decisiones que se toman vete a saber donde y con arreglo a las enseñanzas de Lippmann y demás teóricos de la democracia. Podrán elegir a las personalidades que habrán de representarles en ese gran juego de la política simbólica, al que tan solo los más ingenuos consiguen tomar en serio, y cuando lo hacen, se convierten en el hazmerreír de los sofisticados. La propuesta de Bush para la "ampliación fiscal" tras ganar las elecciones, bajo la firme y expresa promesa de no subir los impuestos, constituye una "mala pasada política" comenta el politólogo y analista de prensa de Harvard, Marty Linsky, en su artículo "Promesas Electorales -- Papel Mojado". En las elecciones en las que Bush conseguía ganarse al público con el lema de "Escuchen bien lo que digo -- no más impuestos", simplemente expresaba su personal "perspectiva mundial", haciendo de sus expectativas un aserto." Aquellos que creyeran que en realidad se trataba de un compromiso formal de no subir los impuestos, simplemente no alcanzan a comprender el hecho de que "los comicios y el gobierno son dos juegos para los que se precisa de distinta pelota y reglas de juego, ya que los objetivos son distintos." "El propósito de las elecciones es ganar," observaba Linsky con gran acierto, haciendo gala de su sofisticado cinismo, mientras que la finalidad del gobierno es hacer lo más conveniente para el país," añadía, cuan loro regurgitando la necesaria ilusión que la ocasión exigía.

Incluso cuando las dificultades surgen dentro del sistema político, la concentración del poder efectivo limita la amenaza. La cuestión, en Estados Unidos, es principalmente académica dada la subordinación que presenta su sistema político e ideológico a los intereses comerciales, pero en las democracias más meridionales, donde las actitudes y los conceptos discordantes alcanzan el escenario político, la cuestión es diferente. Como ya es familiar, las políticas del gobierno que resultan non gratas para el poder privado redundan en la evasión de capitales, el retroceso de la inversión y el debilitamiento social, hasta que cese el desafío al privilegio y se restablezca la certidumbre comercial; estas duras realidades de la vida ejercen un influjo decisivo sobre el sistema político (con la fuerza militar en reserva -- por si el asunto pudiera salir de madre, comandada o secundada por el guardián norteamericano). Dicho crudamente, a no ser que el adinerado y el poderoso se mantengan satisfechos, no cabe más que esperar el sufrimiento para todos, ya que los dispositivos sociales esenciales están en sus manos y son ellos los que deciden lo que se ha de producir o consumir así como las migajas a repartir entre sus súbditos. Ergo, el objetivo principal del indigente es resignarse a que los ricos vivan felices en sus fastuosas mansiones. Este crítico factor junto con el absoluto control sobre los recursos, merma en gran medida la fuerza del tutelado y complementa la paradoja de Hume, como democracia capitalista operacional en la que sus ciudadanos se hallan disgregados y aislados.

La percepción de estas elementales condiciones - tácita o explícitamente - ha servido desde antaño de manual para la creación de políticas. Una vez dispersadas o sofocadas las organizaciones populares y firmemente depositada la potestad de la toma de decisiones en manos de propietarios y gobernantes, los modelos democráticos resultan bastante aceptables, incluso deseables, como medio de legitimación del dominio de las elites en una democracia centrada en los negocios. El modelo sirvió a los planificadores norteamericanos a la hora de abordar la reconstrucción de las sociedades industriales tras la II Guerra Mundial y se ha generalizado en el Tercer Mundo, si bien es cierto que la estabilidad del modelo deseado resulta bastante más complicada de mantener allí, salvo mediante el terrorismo de estado. Una vez establecido un orden social y operativo sólido, el individuo, por supervivencia, tendrá que adoptar su filosofía, asumir sus convicciones sobre la inevitabilidad de ciertas formas de autoridad, y, en definitiva, adaptarse a sus propósitos. El precio a pagar por la elección de una ruta alternativa o cualquier tipo de desafío al poder es caro, los recursos escasos y las probabilidades limitadas. Estos son los factores funcionales de las sociedades esclavistas y feudales -- de cuya eficacia han tomado buena nota los teóricos de la contrainsugencia. En las sociedades libres, se manifiestan de distinto modo. Si el poder para regular el comportamiento muestra signos de erosión, los métodos de adiestramiento de la vulgar morralla se sofistican.

Cuando la fuerza la detentan los amos, éstos son susceptibles de recurrir a métodos relativamente implacables para obtener el consenso, sin contemplación alguna para con la voluntad de las hordas. No obstante, hasta el más empedernido de los estados terroristas se enfrenta a la paradoja de Hume. Los tipos de terrorismo de estado impuestos por Estados Unidos a sus regímenes clientes, normalmente implican cierto amago de "ganarse los corazones y las mentes" de la ciudadanos, si bien los expertos en la materia advierten de la improcedencia del sentimentalismo en este terreno, arguyendo que "los dilemas son funcionales y éticamente tan neutrales como las leyes de la física." La Alemania Nazi mostraba este mismo tipo de escrúpulos, según observa Albert Speer en su autobiografía, y, otro tanto atañe a la Rusia Stalinista. En un debate sobre esta cuestión, Alexander Gerschenkron advierte que "al margen de la capacidad militar y la influencia de los servicios secretos de un estado, es ingenua la pretensión de que tales instrumentos de opresión física vayan a ser de por sí suficientes. Tales estados tan sólo llegan a perpetuarse en el poder si logran persuadir a la sociedad de que, en su ausencia, la función social vital se iría al traste. La industrialización aportó dicha función al gobierno Soviético... ,{el cual} logró lo que ningún gobierno basado en la resignación del tutelado jamás lograse... Y, por paradójico que pueda parecer, estas políticas han concitado una amplia aquiescencia social. Si se logra mantener a todas las fuerzas sociales implicadas en los distintos procesos de industrialización y ésta se traduce en un compromiso de dicha y prosperidad para las generaciones venideras y -- lo que es aún más importante -- bajo la latente amenaza de una agresión militar foránea, el poder de tal autocracia no habrá de temer ningún tipo de desafío. " Esta tesis se ha visto consolidada con el repentino colapso del sistema soviético conforme éste ha ido revelando su ineptitud para avanzar en el plano industrial y tecnológico.

El Criterio Pragmático

Es importante calibrar el alcance de la responsabilidad de la opinión occidental en la supresión de la libertad y la democracia a fuerza de violencia, dada la necesidad. Para asimilar nuestro propio universo cultural, hemos de reconocer que el fomento del terror es palpable, explícito y sistemático en todo el espectro político. No evocaremos el pensamiento de Jeane Kirkpatrick, George Will, y demás. Pero son pocos los cambios que se aprecian según nos acercamos a "la izquierda del sistema", por utilizar el término acuñado por el director de la Oficina de Asuntos Exteriores, Charles William Maynes, en su loa de la cruzada norteamericana " para propagar la causa de la democracia."

Examinemos el caso del analista político Michael Kinsley, personificación de "la izquierda" en el comentario convencional y el debate televisivo. En el momento en el que el Departamento de Estado norteamericano confirmaba su colaboración en la comisión de delitos terroristas contra diversas cooperativas agrícolas en Nicaragua, Kinsley declaraba que no se debían extraer conclusiones precipitadas a la hora de condenar dicha política oficial. Las prácticas de terrorismo internacional efectivamente acarrean "un enorme sufrimiento a la población civil," convenía. Sin embargo, si se consigue el objetivo de socavar la moral y la firmeza del gobierno, cabe que sean "perfectamente legítimas". La política queda "justificada" si la "valoración coste-beneficio" demuestra que "la sangre y la miseria vertidas" han servido para promover "la democracia" en los términos convencionales ya descritos.

Como portavoz de la izquierda del sistema, Kinsley insiste en que la practica del terror debe seguir un criterio pragmático; la violencia no debe emplearse gratuitamente por el mero placer de ejercerla. Sin duda, tan humano concepto del terror lo comparten Saddam Hussein, Abu Nidal o a los secuestradores del Hizbollah, que presumiblemente, tampoco conciben el terror sino como medio para la consecución de sus propios fines. Este tipo de hechos ayudan a identificar a la ilustrada opinión pública occidental dentro del espectro internacional.

Este premeditado alegato del terror no es inusual por lo que no suscita la menor reacción en los círculos respetables, como tampoco parece haber suscitado interés alguno entre el sector de lectores y colaboradores izquierdista-liberales del New Republic, hito del liberalismo tradicional norteamericano, cuando éste aboga por la cooperación militar con "los déspotas a la latina... al margen de la masacre que se pueda ocasionar" porque, "América tiene prioridades más apremiantes que los derechos humanos Salvadoreños."

La percepción de la "virtual rentabilidad" del terror, parafraseando a John Quincy Adams, ha impregnado el pensamiento progresista occidental conformando el marco fundamental de la campaña propagandística contra el terrorismo internacional de la década de los 80. Naturalmente, el terrorismo dirigido hacia nosotros y nuestros clientes recibe una condena sin paliativos como modo de regresión a la barbarie. Ahora bien, el extremo terrorismo que nosotros y nuestros agentes cultivamos se estima constructivo, o, en todo caso, insignificante, siempre que justifique el criterio pragmático. Ni siquiera la descomunal campaña internacional lanzada por la Administración Kenedy contra Cuba, que sin duda supera con creces cualquier operación llevada a cabo por ninguno de sus adversarios oficiales, aparece en el respetable discurso académico de los actuales medios de comunicación social. En su convencional y respetada disquisición sobre el terrorismo internacional, el erudito Walter Laqueur ofrece una descripción de Cuba como país patrocinador del crimen, con ambiguas insinuaciones, sin ni siquiera un fingido atisbo de evidencia, mientras que la mención a la citada campaña internacional brilla por su ausencia; es más, en ella, Cuba figura entre las sociedades del mundo "libres de terrorismo."

El principio que lo rige es claro y conciso: su terror es auténtico terror y su menor expresión es suficiente para condenarlo y exigir la compensación a la desdicha de los infortunados que se crucen en su camino; nuestro terror, aún cuando sea mucho más salvaje, es pura ingeniería gubernamental y, por tanto, no se halla en la lista de plagas de la era moderna. El procedimiento es más que coherente vista la función de los principios establecidos.

El tema de las grandes masacres recibe un tratamiento similar: las de los adversarios son crímenes, lo nuestro es pericia o bien errores justificables. En un estudio realizado en los Estados Unidos sobre poder e ideología, Edward Herman y yo revisamos numerosos ejemplos de dos tipos de atrocidades, " baños de sangre benévolos y constructivos" admisibles, e incluso, fructíferos para los intereses dominantes, y execrables baños de sangre provocados por los enemigos oficiales. La reacción va en la misma tesitura del tratamiento del terrorismo. El primer tipo se ignora, niega, y en ocasiones, hasta se celebra; el segundo, suscita una profunda consternación social y, a falta de pruebas apropiadas a efectos de adoctrinamiento, se sistematiza el embaucamiento y la tergiversación a gran escala.

Los factores de riesgo como la muerte masiva por inanición han sido siempre considerados perfectamente legítimos siempre y cuando obedezcan al criterio pragmático. Como director del programa humanitario de provisión de alimentos a los famélicos europeos tras la II Guerra Mundial, Herbert Hoover, informaba al Presidente Wilson de que " se mantenía un lento goteo de alimentos" para garantizar la subsistencia de los elementos anti-bolcheviques. Ante los rumores de la posibilidad de "una seria protesta el Día del Trabajo" en Austria, Hoover advertía públicamente que cualquier accidente de ese género comprometería el ya escaso aprovisionamiento de alimentos. Se procedió a la inmovilización de los alimentos a la Hungría del gobierno Comunista de Bela Kun, bajo promesa de su inmediata movilización tan pronto se derrocara a dicho gobierno para implantar uno conveniente para los Estados Unidos. El bloqueo económico junto con la presión del ejército rumano, provocaron la renuncia de Kun al poder dando lugar a su exilio en Moscú. Con el apoyo de las fuerzas armadas francesas e inglesas, el ejército rumano se unió a las fuerzas contra-revolucionarias húngaras para aplicar una dosis de terror Blanco, e instaurar una dictadura de extrema derecha liderada por el almirante Horthy, quien más tarde colaboraba con Hitler en la siguiente fase del plan de erradicación de las bestias bolcheviques. La amenaza de muerte por inanición también sirvió para untar las trascendentales elecciones italianas de 1948 además de para propiciar la instauración de un gobierno cliente de los Estados Unidos en Nicaragua en 1990, entre otros ejemplos destacables.

La revisión del debate desarrollado sobre América Central a lo largo de la pasada década nos muestra la decisiva función del criterio pragmático. Guatemala jamás supuso un problema porque el asesinato masivo y la represión desatada tuvieron sus rendimientos. En el pasado, la Iglesia representaba un cierto problema, pero, como Kenneth Freed lo expresara en el Los Angeles Times, "14 sacerdotes y cientos de feligreses trabajadores fueron víctimas de una campaña militar urdida para neutralizar el apoyo de la iglesia a reivindicaciones sociales tales como el aumento de los salarios y el cese a la explotación de los Indígenas"; la intimidación surtió efecto, la iglesia "prácticamente enmudeció". "La intimidación física cesó," por obra y gracia del criterio pragmático. El terror se intensificó de nuevo conforme Estados Unidos se fue curtiendo en lo que gusta de llamar "la democracia." "Las víctimas," según observa un diplomático europeo, "son casi siempre gentes cuyas inquietudes o actividad va encaminada a la solidaridad con sus semejantes, en un intento de liberarse de las restricciones impuestas por el poder político y económico." "Un doctor que procura mejorar la salud de los niños", por ejemplo, "se aprecia como una provocación al orden establecido." Las fuerzas de seguridad de las "incipientes democracias" y sus subsidiarias escuadrones de la muerte, parecían tener la situación razonablemente controlada, por lo que no existía razón por la que los Estados Unidos hubieran de inquietarse innecesariamente, donde, de hecho, la preocupación ha sido prácticamente nula.

A lo largo de toda esta sombría década de salvajismo y opresión, los humanistas liberales se han presentado a modo de críticos con el terrorismo de estado amparado por la violencia de los EE UU en toda América Central. Pero esto es sólo una fachada, tal y como lo demuestra su pretensión, prácticamente unánime en los círculos respetables, de que Nicaragua deba volver al "modelo centroamericano" de regímenes impulsores de escuadrones de la muerte, y de que los EE UU y sus clientes asesinos deban imponer las "pautas territoriales" de El Salvador y Guatemala a los descarriados Sandinistas.

Retomando los principios fundamentales del gobierno de Hume, es evidente que se han de perfeccionar. Evidente, cuando la fuerza escasea y los correctivos convencionales resultan insuficientes, es preciso recurrir a la fabricación del consenso. Los habitantes de las democracias occidentales -- o al menos, aquellas capaces de defenderse a sí mismas -- son otro cantar. Las demás son objeto legítimo de la represión, y, en el Tercer Mundo, el terrorismo de gran intensidad resulta hasta apropiado, si bien las consciencias liberales lo condicionan a su grado de rendimiento. El hombre de estado, a diferencia del fanático ideológico, entiende el recurso de la violencia como un medio que debe emplearse con discreción, de forma calibrada y en un grado proporcional al rendimiento deseado.

La diversidad de medios

El criterio pragmático determina la legitimidad de la violencia cuando no exista más re-medio para contener a las masas. A menudo, existen otros re-medios. Otro experto en contrainsurgencia de la empresa RAND quedaba impresionado por "la relativa sumisión de los campesinos más pobres a la implacable autoridad de los terratenientes de las zonas más "feudales"... [donde] el hacendado ejerce un enorme influjo sobre el comportamiento de sus campesinos, disuadiendo sin miramientos cualquier tipo de conducta contraria a sus intereses." Es cuando esa humildad se resiente, posiblemente debido a la intromisión de los misioneros, cuando el endurecimiento de las medidas se hace necesario.

Un sucedáneo de la violencia arbitraria es la represión legal. En Costa Rica, los Estados Unidos se mostraron dispuestos a tolerar la democracia social. La clave principal de tan indulgente descuido fue que se procedió a la supresión laboral y se ofreció plenas garantías a los derechos de los inversores. El fundador de la democracia en Costa Rica, José Figueres, fue un ferviente partidario del sector empresarial norteamericano y de la CIA, considerado por el Departamento de Estado como "la mejor agencia publicitaria con la que la American Fruit Company jamás hubiese podido dar en América Latina." Pero el ilustre exponente de la democracia en Centro América cayó en desgracia en la década de los 80, y tuvo que ser totalmente excluido la Prensa Libre por su actitud crítica para con la agresión militar de los EE UU contra Nicaragua y las maquinaciones de Washington para reconvertir también a Costa Rica a su favorecido "Modelo Centroamericano." Incluso el efusivo editorial y extenso obituario publicado por el New York Times elogiando al incansable "estratega de la democracia", a su muerte en 1990, se guardó muy mucho de mencionar tan embarazosas desviaciones.

En otros tiempos, cuando aun sabía comportarse, Figueres convenía en que el Partido Comunista de Costa Rica, principalmente pujante entre los obreros de las plantaciones, representaba una provocación inadmisible. De modo que procedía al arresto de sus representantes, a la ilegalización del partido y a la persecución de sus afiliados. Dicha política se mantuvo vigente a lo largo de los años 60, al tiempo que los poderes del estado prohibían terminantemente cualquier intento de organización política de la clase obrera. Figueres explicaba dichas operaciones con llaneza: fue "un signo de fragilidad. Admito que cuando se es comparativamente débil ante la fuerza del adversario, se ha de tener el valor de reconocerlo." Estos episodios se interpretaron en Occidente como coherentes con el concepto de la democracia liberal y fueron, por consiguiente, una virtual condición previa para el beneplácito de los EE UU a la "excepción de Costa Rica."

No obstante, en ocasiones, la represión legal no es suficiente; el enemigo popular es demasiado poderoso. Y, si éste llega a desafiar el control del sistema político por parte de las elites del negocio, el latifundio y el ejército, siempre propiamente respetuosos con los intereses norteamericanos la alarma puede estallar.

Tales síntomas de descarrío requieren de otro tipo de medidas más firmes, como en Centro América a lo largo de la pasada década. La panorámica más amplia la esbozaría el Padre Ignacio Martín-Baro, sacerdote jesuita y renombrado psicólogo social salvadoreño, asesinado en noviembre de 1989, en una conferencia en California sobre "Las secuelas psicológicas del Terrorismo Político," escasos meses antes de ser asesinado. En ella destacaba algunos asuntos vitales. En primer lugar, la principal fuente de terror proviene, sin comparación, de la propia actuación del estado; es decir, de sus prácticas de desmoralización masiva de la población, mediante el terror sistemático practicado por las fuerzas de seguridad del estado." En segundo lugar, dicho terrorismo constituye una parte fundamental del "proyecto social y político impuesto por el gobierno, diseñado a la medida de las exigencias del privilegiado. Su finalidad es forzar a la población a la "interiorización del terror." En tercer lugar, el mencionado "proyecto socio-político de imposición y terrorismo de estado del que se sirve el gobierno no es específico de El Salvador, sino que es una característica generalizada en los feudos de EE UU en todo el Tercer Mundo. Los motivos están profundamente enraizados en la cultura occidental, sus instituciones y sus esquemas de planificación política, siempre en consonancia con los valores de su ilustre opinión pública. Pero éste tipo de terror se ciñe al criterio pragmático. De modo que, observa Martín-Baro, la intensidad de la "monumental campaña de terrorismo político" desplegada en El Salvador se suavizó según "la necesidad de provocar acontecimientos extraordinarios fue disminuyendo, debido a que la población se hallaba suficientemente incapacitada, despavorida."

En una ponencia sobre los medios de comunicación y la opinión pública en El Salvador con la que había de participar en un Congreso Internacional en diciembre de 1989, justo un mes después de su asesinato, Martín-Baro revelaba que el proyecto de contrainsurgencia de los EE UU " hacía hincapié en las dimensiones puramente formales de la democracia," y que se debiera reparar en el papel de los medios de comunicación como mecanismo de "adoctrinamiento psicológico." Los pequeños diarios independientes de El Salvador que, aunque convencionales y partidarios del comercio, aún presentaban algún grado de indisciplina para con los mandatarios del país, habían sido desmantelados, una década atrás, por las fuerzas de seguridad con la toda la contundencia que les caracteriza -- sucesos como secuestros, asesinatos y aniquilación física, se consideraron aquí demasiado insignificantes para llegar a constituir noticia, razón por la que ni siquiera se vieron reflejados en los medios. En cuanto a la opinión pública, la tristemente frustrada ponencia de Martín-Baro informaba de un estudio del que se desprendía que, menos del 20% de los trabajadores, la clase media baja y los pobres, se sentía libre de expresar sus opiniones en público, cifra que se elevaba al 40% en el caso de la clase alta -- otra de las sanas cualidades de la eficacia del terror, y un resultado más del que "deben sentirse orgullosos todos los americanos " por recoger las palabras de George Schultz con las que elogiaba nuestros logros en El Salvador.

Cuando Antonio Gramsci fue encarcelado a raíz del golpe de estado fascista en Italia, el gobierno resumía su caso con la siguiente declaración: "Debemos impedir el funcionamiento de este cerebro por espacio de veinte años." Nuestros actuales brazos derechos dejan menor margen al azar: estos cerebros tienen que dejar de funcionar definitivamente ya que estamos convencidos de la inconveniencia de que sus argumentos acerca de asuntos como el terrorismo de estado lleguen a propagarse.

Las pruebas de las consecuencias del adiestramiento militar impartido por EE UU abundan, según documentación en poder de grupos de The Human Rights Watch y la Iglesia en El Salvador. El Reverendo Daniel Santiago, misionero católico trabajador del diario jesuita América, en El Salvador, describe vívidamente el caso de una campesina trabajadora, que a su regreso a casa un día encuentra a su madre, su hermana y sus tres hijos colocados alrededor de una mesa, con la cabeza seccionada de cada uno de ellos cuidadosamente situada frente a su correspondiente cuerpo, y las manos colocadas sobre la cabeza como si "estuvieran dándose palmaditas en la cabeza." A los asesinos de la Guardia Nacional Salvadoreña les había resultado difícil mantener en su sitio la cabeza de un bebé de 18 meses, de modo que habían clavado sus manos en ella. Un gran cuenco repleto de sangre, estratégicamente colocado, presidía el centro de la mesa."

El Reverendo Santiago denuncia que escenas macabras semejantes a la aquí descrita se traman en las fuerzas armadas salvadoreñas, con el fin de provocar el pánico. "Los escuadrones de la muerte no sólo aniquilan a la población en El Salvador -- los decapitan, y exponen sus cabezas en altas estacas que después utilizan para decorar el panorama. La Guardia del Tesoro Salvadoreño no se limita a destripar a los hombres sino que utilizan sus genitales para rellenar sus bocas. La Guardia Nacional Salvadoreña no sólo viola a las mujeres salvadoreñas; les extrae sus úteros para esparcirlo sobre sus rostros. No tienen suficiente con asesinar a niños; los arrastra y prende sobre alambre de espino hasta que su piel y carnes terminan de desprenderse de sus huesos, obligando a sus progenitores a presenciar la espeluznante escena." "El modelo terrorista en El Salvador es de naturaleza doctrinal." Su finalidad es garantizar la subordinación total del individuo a la Madre Patria, razón por la que, a menudo, los escuadrones de la muerte se denominan "Ejércitos de Salvación Nacional" en el ámbito del partido gobernante ARENA, cuyos miembros (incluido el Presidente Cristiani) pronuncian un juramento de sangre "de por vida" para con su líder, Roberto d'Aubuisson.

Ha sido recurrente la queja de la administración estadounidense, de que los países de América Latina resultan insuficientemente represivos, demasiado abiertos, excesivamente comprometidos con las libertades civiles, ambiguos a la hora de imponer las debidas restricciones sobre el transporte y la libre circulación de la información, y, en definitiva, reacios a adoptar los procedimientos políticos y sociales norteamericanos, creando con ello un caldo de cultivo ideal para una disidencia susceptible de ganarse a la audiencia popular.

En el ámbito domestico, incluso los grupos más minúsculos pueden llegar a ser objeto de una severa represión si su potencial alcance se considera excesivo. Durante la campaña desplegada por la policía política nacional contra los Panteras Negras -- cuya amplia gama de recursos incluía asesinatos y la inducción a desórdenes en los suburbios de la ciudad, -- el FBI estimaba el número de "miembros de la línea dura" de la organización perseguida en tan sólo 800, aunque, añadía preocupado, "un reciente sondeo revela que aproximadamente el 25% de la población negra siente un profundo respeto por el partido [Los Panteras Negras], que llega a un 43% entre la juventud negra menor de 21 años." Las distintas agencias represivas del estado lanzaron una violenta campaña de provocación a fin de impedir que los Panteras Negras llegaran a consolidarse como fuerza política y social -- lo que consiguieron con gran éxito -- diezmando la organización hasta la autodestrucción de sus residuos. Las operaciones del FBI en aquellos años contra el conjunto de la Nueva Izquierda, vinieron motivadas por el mismo tipo de suposiciones. El mismo documento de inteligencia interna advertía, "el movimiento de las juventudes subversivas, denominadas "Nueva Izquierda," que representa e influencia a un buen numero de jóvenes universitarios, está causando un enorme impacto en la sociedad contemporánea y representa un potencial riesgo de graves desordenes internos." La Nueva Izquierda aspira a "fines revolucionarios" identificados con el Marxismo-Leninismo." Ha tratado de "infiltrarse y radicalizar el mundo laboral," y, tras su fracaso, intenta "subvertir y controlar los medios de comunicación," creando una "amplia red subterránea de publicaciones con el doble propósito de servir como sistema de comunicación interno y como órgano de propagación periférico." Por lo tanto, la amenaza que encierra para el ‘sector civil de nuestra sociedad," habrá de ser erradicada por los aparatos de seguridad del estado.

Podemos ilustrarnos muchísimo si prestamos atención a la diversidad de las iniciativas. Ciñéndonos a América Latina, analicemos los intentos de poner fin al régimen de Allende en Chile. Se pusieron en marcha dos operaciones simultáneas. El Track II, la línea dura, pretendía provocar un golpe de estado. El Embajador Edward Korry, liberal del ejecutivo de Kennedy, no debía tener noticia de esto puesto que su labor era llevar a cabo el Track I, la línea blanda; en palabras del propio Korry, "utilizar todos los medios a nuestro alcance para someter a Chile y a los chilenos a la más extrema privación y pobreza política, planificada durante mucho tiempo para reflejar las características de severidad de una sociedad comunista en Chile." La línea blanda era una ampliación, a largo plazo, del proyecto de la CIA de controlar la democracia chilena. Una clara muestra de su alcance es que, para derrocar a Allende en las elecciones de 1964, la CIA invertía por cada votante chileno el doble de lo que se gastaran los dos partidos mayoritarios por cada votante americano, en las elecciones americanas del mismo año. Asimismo, en el caso de Cuba, la administración Eisenhower planeaba un ataque directo mientras el Vicepresidente Nixon en un debate secreto en junio de 1960, ciñéndose a la línea blanda, mostraba su preocupación porque un informe de la CIA aseguraba que la situación económica de Cuba no había sufrido ningún síntoma de deterioro significativo desde que Batista fuera derrocado," razón, por la que solicitaba medidas especificas para ejercer una "mayor presión económica sobre Cuba."

Por poner otro ilustrativo ejemplo, en 1949 la CIA identificaba "dos zonas de inestabilidad" en América Latina: Bolivia y Guatemala. La administración Eisenhower adoptaba la línea dura para desbaratar la democracia capitalista en Guatemala mientras que elegía la línea blanda para la Revolución boliviana -- la cual contaba con el apoyo del Partido Comunista y los mineros del metal radicales, que había propiciado la expropiación, e incluso instigado a la "sublevación criminal de los mineros y los granjeros indígenas," organizando también una conferencia por la paz, advertía un obispo de extrema derecha. La Casa Blanca llegó a la conclusión de que el mejor curso de acción sería la colaboración con los elementos menos radicales, en la creencia de que las presiones estadounidenses, entre las cuales se incluía el control del mercado del metal, servirían para controlar indeseables contingencias futuras. El Secretario de Estado John Foster Dulles precisaba que éste era el mejor modo de atajar la "infección comunista en América del Sur." EEUU, siguiendo su habitual proceder político, tomaba el control del ejército boliviano, dotándolo de armamento sofisticado y procediendo al envío de cientos de oficiales a la "academia de golpes militares" de Panamá entre otros países. Bolivia no tardaría en doblegarse al dominio y la influencia estadounidense. Para 1953, el Consejo de Seguridad Nacional comenzaba a apreciar una mejoría en el "clima para la inversión privada," que incluía un acuerdo que concedía la explotación de dos de sus reservas petrolíferas a ciertas empresas privadas americanas.

En 1964 se producía un golpe militar. El golpe de 1980 contó con la colaboración de Klaus Barbie, quien había sido enviado a Bolivia cuando su protección se hizo imposible en Francia, donde había prestado sus servicios a EEUU en la represión de la resistencia antifascista, como ya lo hiciera con el régimen Nazi. Según se desprende de un reciente informe de UNICEF, uno de cada tres niños bolivianos muere en su primer año de vida, razón por la que Bolivia presenta el menor crecimiento de población de toda América Latina, pese a contar con la tasa más alta de natalidad. La FAO estima que el boliviano medio consume un 78% de la cantidad mínima de calorías y proteínas necesarias y que más de la mitad de la población infantil boliviana sufre de desnutrición. El 25% de la población económicamente activa está desempleada y un 40% más trabaja en el "sector ilegal" (ej. contrabando y tráfico de drogas). La situación de Guatemala ya la hemos repasado.

Pero ciertas cuestiones son dignas de consideración. En primer lugar, el hecho de que las consecuencias de la línea dura en Guatemala y la blanda en Bolivia fueran similares. En segundo lugar, que las dos decisiones políticas lograron su principal objetivo: atajar el "virus comunista," la amenaza del "ultranacionalismo." En tercer lugar, que las dos políticas obviamente se creen totalmente apropiadas, como lo demuestra la total falta de interés que suscitaron los acontecimientos que sobrevendrían después (salvo por el probable coste para los EE UU, a cuenta de las drogas), en el caso de Bolivia, y, en lo que respecta a Guatemala, la triunfal intervención de Kennedy para obstaculizar sus elecciones democráticas, la implicación directa de EE UU en las criminales campañas de contrainsurgencia bajo el mandato de Lyndon Johnson, el regular abastecimiento de armas a Guatemala a lo largo de la década de los 70 (pese a algunas ingenuas alegaciones), nuestra sustentación en el estado mercenario de Israel como pretexto para justificar las lagunas existentes cuando finalmente las restricciones del congreso surtieron efecto, la descomunal tendencia de EE UU a la brutalidad, que supera con creces los más brutales procedimientos propios de Guatemala en los años 80, y el aplauso con el que se acoge a las "incipientes democracias" que los militares al mando hoy toleran como vía de extorsión de fondos al Congreso. Cabe que estos sean los "turbios" y "equivocados episodios" (que rindieran, de facto, los objetivos principales), pero eso es todo (Stephen Kinzer). Cuarto, la línea dura y la línea blanda fueron diseñadas simultáneamente por los mismos actores, lo cual deja bien claro que obedecían a cuestiones tácticas, descartando que partieran de un principio común. Todo esto refleja la naturaleza de las políticas que se adoptan y la cultura política en la que se proyectan.

La Indómita Plebe

La paradoja del gobierno de Hume surge sólo si se parte de la premisa de que uno de los elementos cruciales de la esencia de la naturaleza humana es lo que Bakunin denominara "el instinto de libertad". Es la carencia de este impulso en el comportamiento humano lo que desconcertaba a Hume. La misma carencia inspiraría el tradicional clamor Rousseauniano de que, aunque la gente nace libre, en todas partes se halla encadenada, embaucada por las fantasías de la sociedad civil que los acaudalados crean para perpetuar su depredación. Cabe que algunos puedan adoptar esta convicción como "creencia natural" que gobierne el propio pensamiento y proceder. Se han hecho esfuerzos por fundamentar el instinto de libertad sobre una teoría sustancial de la naturaleza humana. No es que carezcan de interés pero, en efecto, es evidente que se hallan lejos de establecer el hecho. Como ocurre con algunos otros principios del sentido común, esta creencia sigue siendo un principio regulador que adoptamos, o rechazamos, sobre la base de la propia fe. Las elecciones que hagamos pueden traer consecuencias a gran escala tanto para nosotros como para los demás.

Aquellos que parten del principio del sentido común de que la libertad es un derecho natural y una necesidad inherente al ser humano convendrán con Bertrand Russell en que el anarquismo es "el paradigma ideal al que la sociedad debe apuntar". Las estructuras de jerarquía y dominación son intrínsecamente ilegítimas y tan sólo defendibles en términos de obligación condicionada por las circunstancias, argumento que raramente se trae a colación. Como ya observase Russell hace ahora 70 años, " los viejos vínculos de autoridad" tienen un exiguo valor intrínseco. Se necesitan razones para hacer que la gente renuncie a sus derechos, y las "razones que se aducen son fraudulentas, convincentes tan sólo para aquellos cuya propia conveniencia egoístamente les obliga a dejarse convencer." "La situación de insurrección," proseguía, "se da en la mujer para con el hombre, en las naciones oprimidas para con sus opresores, y, ante y sobre todo, en el trabajo para con el capital. Es un estado repleto de riesgos, como lo demuestra la historia, y aún y todo, colmado de esperanza."

Russell vincula el hábito de la sumisión en parte a las prácticas educativas coercitivas. Sus creencias evocan a los pensadores de los siglos XVII y XVIII, quienes afirmaban que la mente no es algo que deba atestarse de conocimientos "desde fuera como si fuera una vasija," sino que es algo que debe "despertarse y hacer que permanezca atenta." "El desarrollo de la mente se asemeja al desarrollo de la fruta; sin perjuicio de lo que las causas externas puedan hasta cierto punto aportar, es la vitalidad interna y la cualidad del árbol lo que habrá de enriquecer el néctar hasta su justa madurez." Conceptos similares subyacen en el pensamiento de la Ilustración acerca de la libertad política e intelectual y la alienación laboral que convierte al asalariado en un instrumento para fines distintos a los propios de un ser humano para realizar sus necesidades intrínsecas -- principio fundamental del pensamiento liberal tradicional, si bien hoy muy desprestigiado por sus revolucionarias implicaciones. Estos valores y conceptos conservan su vigor y vigencia, si bien es cierto que su realización resulta remota en todas partes. Mientras esto continúe así, las revoluciones libertarias del siglo XVIII, lejos de haberse consumado, continuarán configurando la perspectiva de futuro.

El hecho de que, pese a todos los esfuerzos hechos por dominarla, la plebe no ceje en su lucha por sus derechos fundamentales se puede interpretar como una confirmación de esta creencia natural. Con el tiempo, algunos ideales libertarios se han materializado parcialmente, e, incluso, se han llegado a constituir en moneda habitual. Muchas de las escandalosas ideas de los demócratas radicales del siglo XVII, por ejemplo, parecen bastante consolidadas hoy en día, aunque muchas otras percepciones más tempranas sigan hoy fuera de nuestro alcance moral e intelectual.

La lucha por la libertad de expresión es un caso interesante, de hecho, resulta crucial puesto que constituye la raíz de todas las demás libertades y derechos. Un tema central de la era moderna es cuando el estado -- suponiendo que deba hacerlo en absoluto, interviene para censurar el contenido de las comunicaciones. Como ya comentáramos antes, incluso los aparentemente más destacados libertarios han llegado a adoptar una postura restrictiva y condicionante a este respecto. Uno de los factores críticos es el libelo sedicioso, la idea de que el estado pueda ser criminalmente abordado por medio de la expresión, "distintivo de las sociedades más herméticas en todo el mundo", observa el historiador legal Harry Kalven. Una sociedad que consiente leyes contra el libelo sedicioso no es libre, sin perjuicio de sus demás virtudes. En la Inglaterra de finales del siglo XVII, se castraba, destripaba, descuartizaba y decapitaba a los hombres por tal crimen. A lo largo del siglo XVIII, se alcanzó un consenso general en el que se establecía que sólo sería posible mantener la autoridad si se lograba enmudecer la retórica subversiva, y en consecuencia, toda amenaza, real o imaginaria, a la buena reputación del gobierno debía ser erradicada por la fuerza (Leonard Levy)."Un particular no es quien para juzgar a sus superiores... [porque] Eso desorientaría a cualquier gobierno," redactaba un editor. La veracidad de los hechos no era justificación: las acusaciones fundadas son aún más delictivas que las falsas porque suponen un mayor detrimento de la reputación de la autoridad.

El tratamiento que recibe el discurso disidente en nuestra más liberada era sigue, por cierto, un patrón similar. Las acusaciones falsas e irrisorias no son un problema en realidad: es de los desaprensivos críticos que revelan realidades embarazosas de quien se ha de proteger a la sociedad.

La doctrina del libelo sedicioso también se explotó en las colonias americanas. La intolerancia para con la disensión durante el periodo revolucionario es manifiesta. El eminente libertario norteamericano Thomas Jefferson convino en que el castigo contra "un traidor, si no de hecho, de pensamiento, " estaba justificado, autorizando el arresto de cualquier sospechoso de disidencia política. Tanto él como los demás Fundadores estaban de acuerdo en que "el discurso desleal o irrespetuoso" contra la autoridad nacional o cualquiera de sus estados integrantes constituía un delito. "Durante la Revolución," observa Levy, "Jefferson, como Washington, los Adams, y Paine, creyeron que no se debían tolerar las grandes diferencias de opinión política en lo concerniente a la independencia, ni alternativa alguna a la total sumisión a la causa patriótica. La libertad, cuando se trataba de elogiarla, era ilimitada por doquier, cuando se trataba de criticarla, ni siquiera limitada." En los albores de la Revolución, el Congreso Continental exhortaba a los diversos estados a la creación de nueva legislación para impedir que la opinión pública fuera "llevada a conclusiones equivocadas mediante el embaucamiento." Hasta que los Jeffersonianos no sufrieron las medidas represivas en sus propias carnes, en la década de 1790, no comenzaron a desarrollar un corpus de pensamiento más libertario, para su propia protección -- eso sí, revirtiendo su curso, no obstante, una vez que accedieron al poder.

Hasta la I Guerra Mundial, apenas existía una endeble base para la libertad de expresión en Estados Unidos, y no fue hasta 1969 que la ley del libelo sedicioso era abolida por el Tribunal Supremo. Ese año el Tribunal finalmente amparaba la expresión, salvo en caso de "inducción a posible actividad ilegal." Dos siglos después de la revolución, el Tribunal finalmente adoptaba la postura que tiempo atrás defendiera Jeremy Bentham, en 1776, alegando que un gobierno libre ha de admitir los "contenidos críticos" permitiendo que la ciudadanía pueda "comunicar sus sentimientos, concertar sus planes, y practicar todo tipo de oposición rayana incluso en la rebelión, sin que el poder recurra al resorte del amparo judicial para perseguirlo como delito." El decreto judicial emitido por el Tribunal Supremo en 1969 formulaba así, a mi juicio, una medida libertaria sin precedentes en el mundo. En Canadá, por ejemplo, aún se detiene a la gente por la divulgación de "información falsa," establecido como delito en 1725 a fin de proteger a su soberano.

En Europa la situación es aún más primitiva. El caso de Francia resulta curioso por el drástico contraste de su autocomplaciente retórica con sus prácticas represivas tan sistematizadas como para pasar inadvertidas. Inglaterra cuenta con una restringida protección para con la libertad de expresión, llegando a contemplar en su código tal despropósito como el delito de blasfemia. La reacción al asunto de Salman Rushdie, sobretodo en las filas de los tan originales "conservadores", es particularmente digna de consideración. Rushdie fue formalmente acusado por los tribunales de libelo sedicioso y blasfemia, pero el Tribunal Supremo de Justicia resolvió que el delito de blasfemia tan solo es aplicable a la Cristiandad, no al Islam, y que tan solo la maledicencia contra "Su Majestad, el Gobierno de Su Majestad, o cualesquiera de las instituciones del Estado," constituye el delito de libelo sedicioso. Ergo, el Tribunal Supremo de Justicia Británico ampara una doctrina fundamental semejante a la del Ayatollah Khomeini, Stalin, Goebbels, y demás detractores de la libertad, al tiempo que reconoce que el ordenamiento jurídico inglés ampara de la crítica única y exclusivamente al poder interno. Sin duda, muchos aprobarán la medida de Conor Cruise O'Brien, mientras estuvo al frente del Ministerio de Comunicaciones en Irlanda, de modificar la Ley de Autorización de emisiones públicas, para autorizar la intervención de cualquier tipo de difusión de información que el ministro estimara "susceptible de menoscabar la autoridad del estado."

Hemos de tener también presente que la libertad de expresión en los Estados Unidos no se estableció con la Primera Enmienda a la Constitución, sino que fue fruto del largo y dedicado esfuerzo del movimiento laboral, el movimiento por los derechos civiles, el movimiento contra la guerra y demás agentes sociales de la década de los sesenta. James Madison recalcó que las "barreras de pergamino" jamás fueron suficientes para combatir la tiranía. Los derechos no se ganan con palabras, sino que se obtienen y consolidan mediante la lucha.

Merece la pena recordar también que las victorias de la libertad de expresión a menudo se han obtenido en defensa de las más horribles y depravadas actitudes. En 1969 el Tribunal Supremo emitía una resolución favorable al Ku Klux Klan tras celebrar éste una reunión de hombres encapuchados y armados, enarbolando una cruz en llamas, incitando a la "quema de negros" y exhortando a la extradición de judíos a Israel. En lo concerniente a la libertad de expresión existen dos actitudes fundamentales: o se defiende firmemente frente a actitudes indignas, o se rechaza en pro de procedimientos Fascista/Stalinistas.

Si el instinto de libertad es o no real es algo que desconocemos. Si lo es, la historia nos ha demostrado que puede ser amansado; no obstante, no ha sucumbido. El valor y la entrega de todos aquellos que luchan por la libertad y su resolución a la hora de afrontar el terrorismo de estado extremo, resultan a menudo prodigiosos. Se ha dado una paulatina concienciación a lo largo de bastantes años y se han alcanzado objetivos que se suponían utópicos e inconcebibles en otras épocas. Cabe que un optimista tenaz se ciña a estos datos para expresar su certeza de que con la nueva década, próxima al nuevo siglo, la Humanidad consiga superar algunos de sus males sociales; otros sacarán distintas conclusiones de la historia reciente. No resulta fácil dar con una base racional para cualquiera de las dos perspectivas. Sin embargo, como ocurre con la mayoría de las creencias naturales que rigen nuestras vidas, lo mejor que podemos hacer es proceder según nuestra intuición y nuestras perspectivas.

Las repercusiones de nuestra elección son meridianas. El rechazo del instinto de libertad tan sólo probará que el género humano es una mutación letal, una involución sin retorno; el cultivo de su existencia, si es efectivo, cabe que nos permita hallar los medios para atajar las terribles tragedias humanas y los enormes problemas que acucian a la humanidad. d


¡¡Arriba las manos!! ¡¡Arriba las manos!! ¡¡Arriba las manos!! ¡¡Arriba las manos!! ¡¡Arriba las manos!! ¡¡Arriba las manos!! ¡¡Arriba las manos!! ¡¡Arriba las manos!!

 

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